vuela alto.

Y mientras tanto ella camina, lentamente, hasta el final del pasillo. Lo recorre despacio, fijándose en cada uno de esos pequeños detalles que ya conoce a la perfección. A cada paso que da, su piel se va erizando, hasta que llega a la habitación. Entra en ella. Cierra la puerta. Se acerca al espejo y se coloca frente a él. Acto seguido, se deshace de su vestido azul: desata los lazos, baja la cremallera, y con un poco de ayuda de sus manos este cae al suelo rápidamente, dejando al descubierto su piel, blanca por el paso del invierno. Recorre con la mirada el reflejo que el espejo le devuelve, y, sin poder evitarlo, derrama una lágrima, que muere en su boca, quemando con su recorrido su piel. Otra mirada tímida al espejo. El mismo reflejo. Otra lágrima. Hacía tiempo que no ocurría esto, que entraba a aquella estancia de la casa. Hacía tiempo que odiaba los espejos. Se vuelve a mirar en él, esta vez más detenidamente, si cabe. Lo único que ve es a ella. Observa su tripa, no la tiene ni tonificada, ni está delgada, es más, tiene algo de barriga. ¡Qué digo algo! Tiene demasiada barriga, así es normal que se rían de ella. Baja la vista un poco más, esta vez las lágrimas consiguen descender por su barbilla y cuello, mira sus caderas: anchas, muy anchas. No está a gusto con ellas. Por último se centra en sus piernas, eso si que es odioso.. Sus “maravillosas” piernas. Recuerda para sus adentros los comentarios, las burlas de la gente, y, cómo no, sus autocríticas destructivas, sus noches de llanto desconsolado.. Se va dando cuenta, o quizá auto convenciéndose, de que lo que dice la gente es verdad. Y a partir de ese día, todo fue a peor, pero ella no consiguió verlo.